Circulando por la carretera que enlaza Bagdad con Erbil, capital del Kurdistán iraquí, no queda nada claro cuándo se entra en esta región. A partir de Kirkuk, provincia petrolífera disputada por el Gobierno central y el kurdo, y distante 80 kilómetros de Erbil, ondean las enseñas amarillas del Partido Democrático del Kurdistán. A solo tres kilómetros de esta ciudad, las dudas se despejan: el Estado iraquí solo existe en las banderas colocadas en edificios oficiales. Desde 1992, después de la revuelta kurda al calor de la primera guerra del Golfo y de la derrota del Ejército de Sadam Husein, los kurdos, masacrados por la dictadura en los años ochenta, construyen su Estado silenciosamente, y sin prisa. Porque el anhelo de independencia es tan generalizado como la convicción de que la coyuntura no permite reivindicaciones maximalistas. «Es complicado que podamos tener un Estado. Llevará mucho tiempo», comenta Feladkddin Kakayi, ex ministro de Cultura durante 13 años. Más en El País.com.
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